Entre las diversas manifestaciones artísticas del medioevo europeo (ya sea en portadas, frescos o códices miniados), es frecuente encontrar como tema recurrente la imagen del Tetramorfos, la cual va a ser el motivo de análisis de ésta nueva entrada del apartado de “Simbología e interpretación artística”.
El Tetramorfos (del griego tetra=cuatro, morfos=formas), es una representación iconográfica que consta de cuatro elementos. Debido a que nuestras raíces culturales derivan en gran medida del cristianismo, la representación tetramórfica más extendida por monumentos y objetos decorativos del viejo continente es aquella formada por los Cuatro Apóstoles, tal y como se muestra en la figura inferior:
Representación del Tetramorfos, con el Agnus Dei (Cordero de Dios) en el centro.
Talla medieval en marfil. - El Ángel se asocia a Mateo, debido a que su evangelio comienza haciendo un repaso al linaje ancestral de Cristo. Además simboliza el amor.
- El León se identifica con Marcos, cuyo evangelio comienza hablando de la “voz que clama en el desierto”, refiriéndose a Juan el Bautista, cuyo “rugido” en las arenas del desierto se asocia al león. Simboliza el poder.
- El Toro se asocia a Lucas, pues su evangelio se inicia narrando el sacrificio realizado por Zacarías, padre de Juan el Bautista. Simboliza la fuerza.
- Por último, el Águila hace referencia a la figura de Juan, ya que su evangelio, al ser el más abstracto y metafórico, de alguna manera se “eleva” sobre los demás, lo que invita a relacionarlo con el vuelo y visión del águila. Simboliza la inteligencia.
Sin embargo, nuestro objetivo no es sólo descriptivo. Lo que nos proponemos es realizar una pequeña labor de investigación, en la que trataremos de encontrar los orígenes que fundamentan el tetramorfos cristiano, a través de un viaje hacia atrás en la historia y el tiempo.
Los símbolos no nacen por generación espontánea. Normalmente, la forma final de un símbolo ha sufrido un proceso lento de desarrollo en el que, en la mayoría de los casos, toma elementos no sólo de la cultura a la cual pertenece, sino también de otras con la que directa o indirectamente mantiene algún tipo de relación (o más bien, de interacción). Algunos símbolos que en principio pudieran parecer estandartes de una cultura determinada resultan ser, tras un estudio más profundo, una variante o una reinterpretación de otro ya existente en otra cultura a priori diametralmente opuesta.
Necesariamente nuestro viaje ha de comenzar acudiendo a la fuente canónica por antonomasia de la imaginería católica: la Biblia. En el Apocalipsis (s.I/II d.C.) ya se hace mención al tetramorfos, concretamente en el capítulo 4, donde se describe una visión del Pantocrátor rodeado por los símbolos de los apóstoles. Tenemos en mente una próxima entrega en donde enfrentaremos (artísticamente) a dos de los pantocrátor más famosos de la historia del arte, así que por ello no explicaré aquí el significado de esta representación crística. Simplemente quiero hacer notar que en el Apocalipsis se alude ya al tetramorfos, y que toma la imagen prestada de un libro bíblico muy anterior. Como ya dijimos en la entrada referente al
Número de la Bestia, la autoría del Apocalipsis es atribuida por la mayoría de los exégetas (estudiosos de la Biblia) a San Juan o a lo sumo a una comunidad "juaniana" muy próxima al apóstol. Comentamos que este libro de carácter escatológico (y por tanto profético) estaba escrito en un lenguaje eminentemente simbólico y metafórico y, por tanto, extraordinariamente culto. Por esta razón, en sus líneas se hace continua referencia a pasajes procedentes de libros del antiguo testamento, estando particularmente influenciado por imágenes ya contenidas en el Libro de Ezequiel, el quinto de los libros proféticos. Retrocedamos pues ocho siglos en la historia del pueblo hebreo hasta el s. VI a.C. En el capítulo primero del Libro de Ezequiel (el referente a la visión del Carro de Fuego) se menciona por primera vez la versión del tetramorfos recogida en la iconografía artística cristiana:
Ezequiel Cap. 1, Versic. 4: “Yo miré. Vi un viento huracanado que venía del Norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno... En cuanto a la forma de sus caras, era una cara de hombre, y los cuatro tenían cara de león a la derecha, los cuatro tenían cara de toro a la izquierda, y los cuatro tenían cara de águila. Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto…"
El Profeta Ezequiel. Miguel Ángel, Capilla Sixtina (Roma). La siguiente pregunta es, ¿por qué elige Ezequiel esa metáfora en particular? En este caso, según cuenta el propio profeta en la introducción a su obra, el símbolo nace de una visión, una manifestación inconsciente, pero en definitiva elaborada con información previamente captada por los sentidos (es decir, no surge porque sí). ¿Qué inspiraba la imaginación del profeta? Lo primero que debemos resolver es el contexto histórico-temporal en el que se encontraba. La época en la que fueron escritas estas palabras fue crítica para el pueblo de Israel. En el año 598 a.C. sube al trono de Judá el rey Joaquín (también conocido como Jeconías). Tan sólo un año después, en el 597, Nabucodonosor II el Grande, rey de Babilonia, invade el reino judío y toma su capital, Jerusalén, destruyendo el mítico Templo de Salomón y haciendo prisioneros al propio Joaquín y a miles de ciudadanos prominentes de Jerusalén, obligándoles a exiliarse en Babilonia durante varios años. Uno de los prisioneros era un todavía joven Ezequiel, perteneciente a un destacado linaje sacerdotal. Ezequiel (del hebreo: Yejez·qé'l), que significa “Dios Fortalece” fue, ya en edad adulta, un eminente teólogo y erudito del pueblo hebreo. Según cuenta él mismo, “en el año quinto de la deportación del rey Joaquín, en el año treinta, del día cinco del cuarto mes” (contaba pues con treinta años de edad), y “estando entre los deportados a orillas del río Kobar” (afluente cercano al Éufrates, río que atravesaba Babilonia de Norte a Sur), es llamado por Yahveh al cargo de profeta entre los exiliados, posición que ocuparía durante muchos años.
“Jeremías lamenta la destrucción de Jerusalén.” Rembrandt, óleo sobre tabla, 1630 (Rijksmuseum, Ámsterdam.) Jeremías, profeta coetáneo a Ezequiel, sufrió también la toma de Jerusalén, la cual había anticipado años atrás. La caída de la ciudad fue interpretada como un castigo divino por la corrupción y degradación en la que se hallaba inmersa la clase dirigente hebrea. Tenemos pues al profeta ubicado en un marco espacial, temporal y cultural. Es importante tener claro lo explicado anteriormente, pues es ahora donde vamos a establecer el origen del tetramorfos. Para ello necesitamos abandonar las fuentes bíblicas y explorar las culturas de los pueblos que de alguna forma influían sobre el pueblo hebreo.
Algunos estudiosos afirman que las “visiones” de Ezequiel están inspiradas en el zodiaco babilónico. El zodiaco es una banda imaginaria trazada sobre la esfera celeste, que se extiende de ocho a nueve grados a ambos lados de la eclíptica (línea aparentemente recorrida por el Sol a lo largo de un año respecto del fondo inmóvil de las estrellas), por la que se desplazan el Sol y los planetas. Los babilonios, grandes astrónomos y geómetras, fueron los primeros que dividieron esta banda en doce partes iguales, siendo cada una de ellas un segmento del cielo de una extensión de treinta grados de arco (30ºx12=360º), bautizadas bajo el nombre de las doce constelaciones más destacadas que veían en cada uno de dichos segmentos. Esta región zodiacal subdividida en doce partes iguales se utilizaba como calendario desde el s.XX a.C., al igual que hacemos hoy en día. Los griegos copiaron el sistema y de ahí el nombre de zodiaco (de zoos, animal). Los babilonios ya asignaban formas animales a las figuras abstractas que configuraban las estrellas sobre el cielo. El Ziggurat de Babilonia (Torre de Babel) era por aquel tiempo el mayor centro astronómico del mundo. Puesto que Ezequiel se encontraba cautivo en esta ciudad en el periodo en el que escribió su libro profético, pudo inspirarse en el zodiaco para elaborar su tetramorfos: el hombre alado sería Acuario, el León sería Leo, el toro sería Tauro y el águila sería Escorpio.
A pesar de su solidez, personalmente no veo tan clara la analogía. La hibridación simbólica no es un rasgo característico del arte babilónico en la época de Nabucodonosor II; véanse por ejemplo los relieves de la puerta de Ishtar (puerta principal de Babilonia, construida en época del rey Nabucodonosor, que podemos admirar en el Museo de Pérgamo, Berlín). En ellas tan sólo aparecen representaciones animales puras (leones, toros…) pero nunca seres mezcla de partes animales y humanas. Las esfinges mesopotámicas son más propias del arte asirio, casi dos siglos anterior al tiempo de Nabucodonosor II, pero situado en la misma región espacial. Es lógico pensar que los babilonios de la dinastía neocaldea (a la que pertenecía Nabucodonosor), “heredaran” la costumbre (muy arraigada en el imperio asirio) de colocar a la entrada de la puerta de sus palacios esfinges a modo de deidad protectora y símbolo de poder.
Esfinge asiria. Podríamos seguir argumentando en estos términos, y no aportaríamos mucha más luz a esta hipótesis. Es lícita y sólida en todos los aspectos, pero no nos detendremos aquí. Daremos un paso más, y por ello optaremos por exponer otra teoría, establecida a principios de siglo por el psiquiatra y estudioso del símbolo Carl Gustav Jung, que aun siendo menos extendida, es a mi parecer muchísimo más evidente. La influencia del imperio babilonio sobre los judíos de la época es muy clara, pero quizás no nos deja ver la influencia de otro imperio prominente: el egipcio. Si los vecinos poderosos del reino de Judá por la parte asiática eran los babilonios, los egipcios hacían lo propio por la parte africana: Israel y Egipto mantuvieron desde época de Moisés relaciones de todo tipo, las cuales sufrieron un proceso cíclico de paz-enfrentamiento. Inherente a ese proceso de intercambio económico y geoestratégico subyace siempre una componente muy importante de intercambio cultural, que configura el sustrato de toda relación diplomática. Las relaciones diplomáticas, desde las establecidas entre las cortes de las naciones, hasta la “micropolítica” practicada en las relaciones cotidianas entre individuos de ambos lados de la frontera, conllevan un continuo proceso natural de intercambio de símbolos y cosmogonías entre los interlocutores de ambas naciones.
La riqueza de la cultura egipcia no podía resignarse a habitar entre las fronteras del reino de los faraones. Su tremenda personalidad influyó en todo el mundo conocido, y el pequeño reino de Judá no fue una excepción: la propia arquitectura del templo de Salomón recordaba de manera clara a la de los primeros templos egipcios. Es por tanto en Egipto donde encontraremos el origen del Tetramorfos cristiano.
Una de las deidades más carismáticas del panteón egipcio era, desde tiempos predinásticos (aproximadamente desde el 5000 a.C.) el dios Horus, hijo de Osiris, vinculado a la realeza y al culto solar.
Horus, representado como un hombre con cabeza de halcón. En otro momento hablaremos largo y tendido sobre la influencia crucial que la mitología de Horus tuvo en la redacción de los evangelios canónicos, y de las similitudes de su vida con la del propio Jesús de Nazaret. Lo que nos interesa hoy sobre todo es su descendencia, o mejor dicho, la iconografía de su descendencia.
Uno de los aspectos más importantes de la ceremonia de momificación de los muertos en Egipto era el momento en el que el embalsamador extraía las vísceras principales del cuerpo del difunto. Después de deshidratadas y tratadas con productos químicos, las cuatro vísceras más importantes del organismo (para los egipcios eran el hígado, los intestinos, el estómago y los pulmones) se envolvían en vendas de lino y se depositaban en cuatro recipientes denominados vasos canopos llenos de un líquido llamado “líquido de Horus”. En la tapadera de estas vasijas se representaban las formas de Los Cuatro Hijos de Horus (Amset, Hapy, Kebehsenuf y Duamutef) que protegían su contenido de la Destrucción. El hígado se depositaba en un Canopo sellado con una tapadera con forma de cabeza humana, que representaba a Amset; los pulmones se introducían en la vasija sellada por una tapa en forma de cabeza de babuino, que simbolizaba al dios Hapy; la custodiada por Kebehsenuf albergaba los intestinos y tenía forma de cabeza del halcón; por último, el dios Dumutef, representado por la cabeza de un chacal, custodiaba el estómago del difunto.
Vasos canopos: los cuatro hijos de Horus. El marco temporal encaja a la perfección, pues las representaciones canopas preceden en el tiempo a las visiones de Ezequiel por espacio de milenios. Por otro lado, la ceremonia de momificación era uno de los rasgos más genuinos de la religión egipcia, y era bien conocida por el resto de las culturas con las que mantenía relación, con lo que un hombre erudito como Ezequiel sería conocedor obligado de sus características. Además, la comparación entre la primera imagen mostrada en el artículo y ésta en la que se incluye la fotografía de los cuatro vasos revela una similitud cualitativa que habla por sí misma. Así pues, concluimos que la visión de Ezequiel estuvo posiblemente influenciada consciente ó inconscientemente por las representaciones figurativas de los vasos canopos, y que por tanto el germen del tetramorfos cristiano, cuya versión definitiva aparece en el Apocalipsis de San Juan, hay que buscarlo en la milenaria mitología egipcia, concretamente en las imágenes simbólicas de los cuatro hijos de Horus utilizadas en las ceremonias mortuorias del reino del Nilo.