sábado, 14 de febrero de 2009

El origen del término "kamikaze"

El significado más común que toma hoy en día esta palabra es la de “persona que se juega la vida realizando una acción temeraria”, acepción que se revitalizó en el imaginario colectivo cuando la prensa comenzó a denominar así al nuevo tipo de terrorismo suicida surgido tras los atentados del 11 de Septiembre (11-S, 11-M, 7-J). Con esta entrega de “Curiosidades de la Historia” os invitamos a hacer un breve viaje en el tiempo para desgranar la curiosa génesis de este neologismo.

Kamikazes del s. XXI: terroristas de Al-Qaeda impactan contra las Torres Gemelas el 11 de Septiembre de 2001.

Nuestra primera parada nos lleva a la Segunda Guerra Mundial, concretamente al frente del Pacífico, donde Japón y Estados Unidos dirimían sus diferencias "manu militare" después de que el Presidente Roosevelt declarara la guerra al país nipón como consecuencia inmediata del ataque contra la base militar de Pearl Harbor en diciembre de 1941.

La superioridad del ejército norteamericano, patente ya desde la batalla de Midway, obligó a los japoneses a emprender acciones desesperadas. El 19 de Octubre de 1944 se crea el Grupo Especial de Ataque Shinpū, un grupo de ataque suicida formado por cuadrillas de cazas Zero pertenecientes a la Armada Imperial Japonesa, a los que se le incorporaron bombas de 250 kilos a fin de aumentar su potencia de ataque. El objetivo era ralentizar el avance de la flota norteamericana, que progresaba cada vez con más determinación hacia la bahía de Tokio.

Pero, ¿qué fuerza interior motivaba a éstos kamikaze a actuar? ¿Qué les impulsaba a sacrificar su propia vida en los ataques? Como casi siempre en este tipo de situaciones, la respuesta es clara: una mezcla de sentimiento nacionalista y religioso. Desde la restauración Meiji, hito que la historiografía actual establece como punto de inflexión a partir del cual Japón entra en la modernidad, la religión sintoista (la religión nativa del país nipón) orbitaba en torno al culto absoluto a la figura del Emperador, al cual se juraba proteger incluso con la propia vida. El fuerte sentimiento nacionalista, presente en cada pequeño detalle de la vida cotidiana de los japoneses, así como la inminencia de la invasión insular por parte de los norteamericanos, fueron los verdaderos motores que impulsaron al Grupo Especial de Ataque Shinpū a emprender acciones suicidas contra la flota americana, con el objetivo de infligir el mayor daño posible. Además, debemos tener en cuenta que la potencia de la artillería antiaérea instalada sobre los navíos estadounidenses había elevado la mortandad entre los pilotos nipones “clásicos” (aquellos que se aproximaban a la flota enemiga para hacer barridos de ametralladora o soltar cargas explosivas); de esta forma los kamikaze, ajenos al pavor que provoca la inminencia de la muerte, se convirtieron en un grave peligro para la integridad de la Armada norteamericana.

En la imagen superior, piloto nipón ciñéndose a la cabeza una cinta con la “bandera del sol naciente”, símbolo de la Armada Imperial japonesa. Los pilotos practicaban antiguos rituales “samurai” antes del despegue.

Abajo, imagen de los ataques kamikaze efectuados contra el portaviones norteamericano USS Bunker Hill (Batalla de Okinawa, 11 de Mayo de 1945): Dos pilotos suicidas al mando de sendas aeronaves clase “Zero” hacen blanco sobre la cubierta con menos de 30 segundos de diferencia. En el ataque murieron 380 militares estadounidenses, la cifra más alta causada por un ataque kamikaze en toda la Segunda Guerra Mundial.


Así, convertidos en auténticas bombas volantes, los pilotos del Grupo Especial de Ataque Shinpū hundieron o causaron graves daños estructurales a aproximadamente unos cien barcos estadounidenses (entre los que se cuentan portaviones, acorazados, cruceros y destructores). A pesar de ello, no pudieron hacer frente a los ataques masivos que los americanos practicaron en batallas tan decisivas como Iwo Jima u Okinawa: como es bien sabido por todos, Japón se rendiría sin condiciones el 14 de Agosto de 1945, apenas una semana después de que dos B-29 Superfortress lanzaran sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Durante el conflicto, los traductores estadounidenses se refirieron a estos ataques suicidas mediante el término “kamikaze”, una voz que en japonés quiere decir literalmente “viento divino”. Sin embargo, no era la primera vez que esta palabra aparecía en la historia del Japón.

Para comprender su origen real debemos remontarnos al s. XIII, concretamente al periodo comprendido entre 1274 y 1281. Desde el s. VI hasta nuestros días, las islas niponas han sufrido únicamente dos intentos de invasión importantes. El más reciente fue la anteriormente citada ofensiva norteamericana en el marco de la Segunda Guerra Mundial. La otra tentativa fue acometida por el Imperio Mongol a finales del s. XIII.

En el año 1271 Kublai Kan es investido Emperador de China en ceremonia solemne; se convierte así en el dueño y señor de un territorio que sobrepasa los 36 millones de kilómetros cuadrados (la mayor parte del actual continente asiático), herencia de las conquistas llevadas a cabo por el gran Gengis Kan (Kublai era nieto de Gengis Kan). Sin embargo, el nuevo emperador quería más. Poco tiempo después de su nombramiento mandó emisarios a las islas japonesas con un mensaje tajante: en él se sugería a Japón que se integrara voluntariamente en la órbita del Imperio Mongol, pues de lo contrario el Imperio Mongol se encargaría de integrarlo por la fuerza.

Dos negativas de los soberanos nipones fueron motivo más que suficiente para que Kublai Kan considerara su actitud díscola como un más que justificado “casus belli”. Así, en 1274 una flota de setecientos navíos mongoles pone rumbo hacia las islas japonesas.

Arriba, el Kublai Kan, nieto de Gengis Kan, bajo cuyo mando se intentó la conquista del Japón. En su corte de Pekín, fin de la famosa Ruta de la Seda, fue recibido el explorador veneciano Marco Polo.

En la fotografía inferior, samuráis nipones abordan una embarcación mongola.

Afortunadamente para los japoneses el destino quiso que un tifón de enormes proporciones se desatara sobre las costas niponas; éste viento huracanado causo graves daños a la flota mongola, que se vio obligada a abandonar la empresa por falta de efectivos. Los japoneses interpretaron el fenómeno climatológico como un guiño de los dioses hacia el pueblo, y lo llamaron “viento divino” (en japonés, “kamikaze”).

En 1281 un tifón azota el Mar del Japón, causando graves bajas en la horda invasora mongola. Los nipones se referirían a este fenómeno como “kamikaze”, el viento divino.

En efecto, es a partir del s. XIII, y en este curioso contexto, cuando comienza a utilizarse ampliamente el término “kamikaze”. Esperamos que nuestros lectores hayan disfrutado con esta nueva entrega de “Curiosidades de la Historia”.

jueves, 25 de diciembre de 2008

La "trés triste histoire" de Carlos VIII de Francia

En esta nueva entrada de “Momentos de la Historia” analizaremos el apasionante enfrentamiento dinástico que involucró a todos los hombres fuertes de la Europa de finales del siglo XV: la primera Guerra de Italia.

Por aquel entonces el Mezzogiorno italiano (el llamado “Reino de las Dos Sicilias”, que abarcaba tanto a la propia Sicilia como el sur de la Italia peninsular, desde Nápoles hasta el estrecho de Messina) era el objeto de deseo de las potencias europeas. Sus recursos agrícolas, así como su posición estratégica en el centro del Mediterráneo, hicieron que durante la Edad Moderna las Dos Sicilias estuvieran muy presentes en las ambiciones políticas de los soberanos del viejo continente.

Las principales potencias del momento eran, por una parte, el tándem formado por los reinos de Castilla y Aragón, con Fernando el Católico como garante de la prevalencia aragonesa en el Mediterráneo, y por otro lado el reino de Francia, con Carlos VIII a la cabeza. Éste último será el protagonista de nuestra historia.


Fernando II de Aragón, llamado “el Católico” (arriba) y Carlos VIII de Francia, llamado “el Afable” (abajo), los hombres fuertes de Europa a finales del s. XV.


La corona de Aragón dominaba Sicilia desde 1282 con un modelo llamado Reino Pactionado (Sicilia pasa a formar parte del Reino de Aragón voluntariamente y a cambio mantiene una fuerte autonomía institucional); sin embargo, no sería hasta 1442 cuando Alfonso I el Magnánimo (Alfonso V de Aragón) se haga con el control del Reino de Nápoles (a costa de Renato de Anjou, cuya casa noble regía los designios de Nápoles por aquel entonces), estableciendo allí una corte renacentista que rivalizaría en esplendor con la de los Medici en Florencia.

Así, a la muerte de Alfonso el Magnánimo en 1458, el reino de Aragón controlaba la mitad sur de Italia, incluyendo los territorios insulares de Sicilia y Cerdeña. Nápoles pasa a su hijo bastardo Fernando y la dominación aragonesa sobre el sur de Italia se mantiene durante algunas décadas más.


La Corona de Aragón en 1443, bajo el reinado de Alfonso V el Magnánimo. El imperio comercial aragonés controlaba prácticamente todos los territorios insulares del Mare Nostrum, llegando incluso hasta Grecia (Ducados de Atenas y Neopatria) en su periodo de máxima expansión. El poder aragonés en el Mediterráneo occidental era casi absoluto.

Nos situamos ahora en el año 1494. El rey Fernando de Nápoles fallece en sus dominios. En la corte de París, Carlos VIII, rey de los franceses, lo celebra. Ha fijado su objetivo en el reino de Nápoles, y está dispuesto a coronarse rey a cualquier precio. Su legitimidad se basa en su parentesco con el anteriormente citado Renato de Anjou, derrocado por Alfonso V el Magnánimo. Desde su punto de vista, la Casa de Aragón es una usurpadora del trono; el sur de Italia ha de regresar a manos francesas. Además, se suponía que dichas intenciones eran bien vistas por el Papa Alejandro VI (el español Rodrigo de Borja).

Rodrigo de Borja (italianizado como Borgia), Sumo Pontífice bajo el nombre de Alejandro VI (1492-1503).

Sin embargo, a la hora de la verdad, Alejandro VI no accede a coronarle; el insaciable Papa Borgia tenía otros planes muy distintos para el Reino de Nápoles: concedérselo a Alfonso de Aragón (Alfonso II de Nápoles), con vistas a situar el territorio bajo su órbita familiar. Ante esto, y cansado ya de las lentas vías diplomáticas, Carlos VIII decide imponer su voluntad por la vía militar: se ceñirá la corona con la ayuda de las armas. Sin embargo, no iba a ser tarea fácil: el ejército galo debía penetrar en Italia por tierra, y eso suponía cruzar la península de arriba abajo a través de las repúblicas y principados que conformaban el complejo puzzle político italiano. Por suerte (a excepción de los Estados Pontificios) el norte de Italia simpatizaba con las intenciones de Carlos VIII (debido al predominio de las familias güelfas, aliadas tradicionales de Francia).

El paso natural a través de Francia era Milán, donde, casualmente, Ludovico Sforza había dado un golpe de estado con la pretensión de convertirse en el nuevo duque. Para que el título ducal tuviera validez era necesario que un noble de mayor rango reconociese al pretendiente (esto es, necesitaba una especie de avalista o padrino, por ejemplo, un rey, o preferentemente el emperador de Sacro Imperio). Carlos VIII ve clara su estrategia: promete (recalcamos, tan sólo promete) a Ludovico reconocerle como duque de Milán siempre y cuando éste le facilitara el paso a Italia a través de Lombardía. Ludovico acepta y el ejército de Carlos pone rumbo a Nápoles con treinta mil hombres. Aquí es donde nuestro protagonista comete su primer error estratégico: con las prisas pospone la coronación de Ludovico para su vuelta, acción que, como veremos, le costará muy cara.

Ludovico el Moro, el que sería mecenas de Leonardo da Vinci en la corte milanesa, permitió el paso de las tropas francesas a través de Lombardía en el año 1495.

A su paso por el Lazio, y como castigo a Alejandro VI (que no quiso reconocerle como legítimo rey de Nápoles ante la alternativa de Alfonso II de Aragón) saquea Roma, obligando al Papa a refugiarse con su guardia personal en el Castell Sant Angelo. Segundo error: Carlos VIII no somete completamente al Papa. Este punto será importante para el desenlace de nuestra historia, pero no nos detengamos ahora aquí: poco tiempo más tarde, Carlos VIII llega a Napoles y consigue por fin coronarse como legítimo rey de la Sicilia citerior.

Castell Sant Angelo en Roma, antiguo mausoleo del emperador Adriano y plaza fuerte donde los Papas se refugiaban en caso de peligro.

Lamentablemente para los franceses, los errores de Carlos VIII en su alocada carrera por la conquista del Mezzogiorno no tardarían ni siquiera un año en pasarle factura. Repasemos sus fallos estratégicos:

- Dijimos que para entrar en Italia había prometido a Ludovico Sforza el reconocimiento como duque de Milán. Sin embargo, las prisas por la toma de Nápoles habían hecho posponer la coronación ducal hasta su regreso. Ludovico sospecha de Carlos: corren los rumores de que el duque de Bretaña es el que será nombrado finalmente duque de Milán, y no Ludovico. Por si fuera poco, el Papa Alejandro VI (al que encontremos siempre detrás de todas las insidias y conspiraciones de su época) informa a Ludovico de que el rumor es cierto (en realidad probablemente carecía de dicha información, aunque la difunde como cierta haciendo gala de su maquiavelismo). Así, Ludovico es investido como duque por el emperador alemán y retira su apoyo a Carlos, pasando a ser ahora su enemigo.

- El segundo error fue no someter al Papa por completo. Simplemente lo dejó recluido en el Castell Sant Angelo, y así, Alejandro VI , fiel a su estilo, comenzó a conspirar contra Carlos y a reestructurar la ley de alianzas en Italia (valga como ejemplo el caso de Ludovico Sforza).

- Por si fuera poco, la sífilis hizo estragos en el ejército francés, dejándolo sin la mitad de sus efectivos.


Espiroqueta “Tremonema Pallidum”, bacteria responsable de la infección por sífilis (ETS). La primera epidemia europea de sífilis fue sufrida en Italia por los efectivos del ejército de Carlos VIII; murieron la mitad de sus hombres. Por eso en Italia era conocida como “mal francés”.

En el año 1495 todo el norte de Italia es hostil a Carlos, y por tanto los franceses se quedan encerrados en Nápoles: el Papa y Ludovico cortan el camino de regreso a París. Por si fuera poco, Alejandro VI había convencido a Fernando el Católico para que interviniese en el conflicto. Así, en julio de ese mismo año, todos arremeten contra Carlos: Ludovico ataca a los franceses por el norte, al igual que el Papa, y los ejércitos aragoneses (comandados por el Gran Capitán) atacan Nápoles por mar desde Sicilia (que recordamos era patrimonio de la corona de Aragón). A todo esto debemos sumar los estragos causados por la sífilis.

El despropósito final lo encontramos en la huida desesperada de Carlos a Francia: puesto que Lombardía le era hostil, se ve forzado a emprender la retirada por el este de Italia, cuyos territorios pertenecían a la República Marítima de Venecia. Los venecianos deciden aprovecharse de la delicada situación del monarca galo: permitirían su paso a través del Véneto, sí, pero a cambio de la devolución de ciertos territorios que la monarquía francesa poseía en el norte de Italia. El trato era demasiado humillante como para que Carlos lo aceptase, así que los venecianos, lejos de permitirle el paso, le declaran la guerra: el 6 de Julio de 1495 Carlos VIII se enfrenta a una coalición italiana en la batalla de Fornovo. Pierde el poco ejército que aún le quedaba y finalmente huye a Amboise, su ciudad natal, en la cual fallecería pocos años más tarde debido a un accidente palaciego, aún hoy sin aclarar.

Castillo de Amboise (Indre-et-Loire, Francia), lugar de nacimiento y muerte de Carlos VIII. En él también se encuentra la tumba del genio del renacimiento Leonardo da Vinci.

Y así termina la “trés triste histoire” de Carlos VIII, conocido por su pueblo como “el Afable”. El destino a veces tiene reservado un camino trágico para los hombres, incluso para los que ciñen coronas de reyes. Esperamos que esta nueva entrega de “Momentos de la Historia” haya sido de vuestro agrado y, puesto que hoy es 25 de diciembre, ¡os deseamos una Feliz Navidad a todos!

sábado, 29 de noviembre de 2008

El mejor castillo medieval de Europa (I)

En esta entrada daremos a conocer la que para muchos (entre los cuales yo me incluyo) es la mejor fortaleza medieval europea. Permítanme, no obstante, realizar una pequeña introducción aclaratoria antes de desvelar su nombre, aunque sí puedo adelantar que para visitarlo no haría falta cruzar nuestras fronteras; se trata de un castillo genuinamente español.

A menudo, leyendo comentarios sobre el tema en blogs y páginas que podríamos llamar “pseudo-especializadas”, he podido constatar que muchas de las personas que dejan sus comentarios hacen gala de un absurdo snobismo. El otro día mismamente, navegando por cierto blog de cuyo nombre no quiero acordarme, un incauto visitante que se definía a sí mismo como “amante del mundo medieval” pedía a los expertos del foro una lista con los nombres de los mejores castillos medievales europeos ya que, según parecía, estaba preparando un tour monográfico para sus próximas vacaciones, puede que con yelmo incluido. La respuesta del mandamás del blog me dejó a cuadros: lejos de referirle el nombre de alguno de los excelentes castillos medievales con los que cuenta nuestro patrimonio nacional (creo recordar que citó tan sólo uno que ni siquiera puede considerarse como tal), le espetó que “para ver buenos castillos, que cruzara los Pirineos” y que “sin duda el mejor castillo europeo era el castillo de Neuschwanstein” (imagen inferior).

En la imagen superior, el impresionante castillo de Neuschwanstein, (Baviera, Alemania), con el muro de los Alpes al fondo. Aunque construido con la apariencia de un castillo, esta construcción es en realidad un típico “Schloss” alemán del s. XIX, un palacio diseñado para complacer los deseos del rey Luis II de Baviera, amante de la imaginería fantástica medieval.

Los castillos han gozado de dos épocas doradas a lo largo de la historia de la arquitectura occidental: el medioevo y el romanticismo. Mientras que la función del castillo en época medieval era fundamentalmente estratégico-militar, los conjuntos edificados al calor del movimiento romántico pueden considerarse como puros palacios nobiliarios diseñados siguiendo las directrices estéticas de la época (vuelta a las formas medievales, con claras preferencia por el gótico alemán y francés). Por tanto, el castillo original sólo puede comprenderse como una construcción con fines bélicos, ya fuesen defensivos u ofensivos. Durante el medioevo, el inestable puzzle feudal europeo requirió de la construcción de éste tipo de fortificaciones a lo largo y ancho de todo el continente, ( y muy especialmente en España, cuya reconquista duró más de siete siglos), ya que se entendían como la pieza nuclear de la tecnología militar de la época.

Sin embargo, a partir del siglo XVI el feudalismo europeo es desplazado poco a poco por las monarquías de corte absolutista; así, los nobles, ahora más que nunca vasallos del rey, abandonan progresivamente sus castillos y se establecen en palacios construidos al calor de la corte real. Las monarquías absolutistas “unificaron” bajo su corona a los señores feudales de sus territorios, y por tanto desapareció casi por completo la necesidad de defender las tierras internas de los propios reinos. La función militar de los castillos quedó obsoleta y poco a poco fueron cayendo en el olvido, convirtiéndose en la mayoría de las ocasiones en pasto de la vegetación y de la ruina.

Durante el romanticismo (finales del s.XVIII, principios del s.XIX), las fortalezas ya no eran necesarias desde el punto de vista estratégico, pero el castillo se reinventa como una forma de evocar la memoria medieval europea, estando dedicados principalmente a satisfacer las necesidades palaciegas de los reyes y la alta nobleza (los únicos capaces de costear los gastos de estas titánicas empresas arquitectónicas).

A continuación se ofrecen imágenes de algunos de estos castillos románticos:

Palácio Nacional da Pena (Sintra, Portugal), una de las principales residencias de la familia real portuguesa durante el s. XIX.

Dos imágenes del Burg Hohenzollern (Suabia, Sur de Alemania), obtenidas este mismo verano durante un viaje familiar. La dinastía Hohenzollern reinó en Prusia desde 1701, y sus miembros ostentaron el título de emperadores de Alemania durante el II Reich (1871-1918), hasta la abdicación del Kaiser Guillermo II tras la derrota germana en la I Guerra Mundial. De nuevo este castillo es un claro ejemplo de la arquitectura neogótica imperante durante el romanticismo.

Por otro lado, claros ejemplos de castillos medievales serían los siguientes:

Arriba, el celebérrimo Krak des Chevaliers (s. XI-XII), construido por los cruzados en las tierras de la actual Siria. En palabras de Lawrence de Arabia, se trata “del castillo más admirable del mundo”, y en efecto supera en valor militar a todas las fortalezas europeas.

Abajo, dos ejemplos de castillos medievales españoles; Peñafiel (Valladolid, s. XIV) y Medina del Campo, (también en Valladolid, finalizado en el s. XV).


Pero, a mi parecer, el mejor exponente de castillo medieval europeo lo encontramos en Loarre (Huesca, s. XIII), y lo es por muchos motivos: conservación, posición estratégica, valor arquitectónico, enclave natural… En Loarre el tiempo parece haberse detenido, y cuando uno lo visita resulta casi imposible no sentirse transportado a tiempos medievales, entre soldados haciendo la ronda sobre el perímetro de la muralla, entre cortesanos desfilando arriba y abajo por los pasillos…

Pero habrá que esperar a la segunda parte de esta entrada para conocer todos los secretos de esta increíble fortaleza aragonesa.

El castillo de Loarre (Huesca), que será objeto de análisis en la siguiente parte de esta entrada. Como curiosidad, valga recordar que fue escenario del film “El Reino de los Cielos” (2006), dirigida por Ridley Scott. Abajo, fotograma de la película.