sábado, 18 de octubre de 2008

El Molino, de Rembrandt

En esta entrada, y sin que sirva de precedente, no analizaré una obra, sino mi experiencia personal con una obra. Ya habrá tiempo de hablar en detalle de la producción del pintor holandés Rembrandt Van Rijn, al cual el Museo del Prado rinde homenaje en una exposición que se mantendrá abierta al público hasta principios de Enero del 2009. Esta vez prefiero compartir mis impresiones acerca de una obra concreta, “El Molino”, como una forma de análisis alternativa de la pintura, más personal y menos técnica, pero espero que igualmente válida.

La primera vez que tuve ocasión de verlo me quedé pensando en silencio durante un buen rato. Advertí la maestría usual de Rembrandt a la hora de jugar con la luz y los perfiles tenebrosos. Pensé que el sol, el principal protagonista del cuadro, estaba ausente, y eso me pareció genial; de nuevo el silencio como metáfora de la ausencia, la luz y la sombra, los colores terrosos difuminando un estado de ánimo sobre el lienzo, un sentimiento de melancolía…

Sin embargo, la segunda vez que éste cuadro se cruzó en mi camino, ocurrió algo extraño: lejos de reafirmarme en mi primera impresión, el recuerdo se esfumó de repente, y tuve la oportunidad de verlo con nuevos ojos. Supongo que con esa intención pintan los cuadros los grandes maestros, utilizando una fórmula mágica que hace que revelen progresivamente sus secretos. Quizás ese sea el misterio de las obras de arte, su capacidad para ser infinitas, para conectar con el alma de quien las contempla y proporcionarle lo que en cada momento necesita.

Rembrandt Van Rijn. El Molino. c. 1650; óleo sobre lienzo; National Gallery of Art, Washington D.C. (Click para ampliar).


Aquella vez, lo que más me impresionó fue la actitud desafiante del molino ante el paso inexorable del tiempo. Le vemos al borde del cortado del río, a punto de ser engullido por la oscuridad de la noche, y a pesar de ello su arquitectura permanece impasible, poderosa, desafiando al horizonte mientras el crepúsculo tiñe de dorado los tejidos de sus aspas. El molino permanece enraizado en la tierra, pero a la vez transmite una suerte de decisión inquebrantable que hace que parezca a punto de partir a bordo de la misma proa de roca sobre la que se asienta, hacia el ocaso, hacia el día que agoniza. Para mí, el molino es un lobo de mar, un hombre viejo, reflexivo y sereno, que contempla las actividades cotidianas de los hombres mientras se reinventa a sí mismo sobre el reflejo plateado del río; para mí, El Molino de Rembrandt es todo menos un molino.

domingo, 12 de octubre de 2008

La V de la Victoria

Es muy probable que en alguna ocasión de nuestra vida las circunstancias nos hayan impulsado a levantar el brazo y dibujar una “uve” con los dedos como símbolo de una pequeña victoria personal. En ésta primera entrada de “Curiosidades de la Historia” ofreceremos el insólito origen de éste gesto universal.


Niño palestino gesticulando la V de la Victoria.

Según qué fuentes consultemos, podremos encontrar como padres del popular icono desde el flamante premier inglés Wiston Churchill hasta los seguidores del movimiento Hippie. Sin embargo, el contenido triunfal que el inconsciente colectivo asocia a dicho gesto ha de buscarse mucho más atrás en el tiempo, en la Edad Media, concretamente en el periodo histórico conocido como Guerra de los Cien años, conflicto armado que enfrentó a los reinos de Francia e Inglaterra durante nada menos que 116 años, desde 1337 a 1453.

Aunque la victoria final fue para el bando galo y sus aliados, lo cierto es que, debido a lo prolongado del conflicto, ambas partes tuvieron sus respectivos periodos de dominancia sobre el adversario. En concreto, muchos de los triunfos ingleses se debieron en parte a la actuación decisiva de los veloces arqueros anglosajones, que se constituyeron como una verdadera “arma letal” contra las huestes francesas, contándose por cientos los soldados franceses abatidos por las flechas en batallas tan decisivas como el celebérrimo enfrentamiento de Agicourt.

Batalla de Crecy. A la derecha, los arqueros ingleses acribillan a flechazos a los soldados franceses, que se baten en retirada. Obsérvese la diferencia entre las armas de tiro de ambos bandos: mientras los ingleses manejan arcos largos y ligeros, los franceses portan pesadas ballestas, lo que los hacía mucho más lentos y vulnerables en el campo de batalla.

Debido a esto, cuando los franceses lograban capturar a algún arquero inglés, lo primero que hacían era amputarles los dedos índice y corazón de ambas manos para que no pudieran volver a manejar el arco, ya que estos son los dos dedos con los que se genera la energía potencial del disparo al empujar la pluma de la flecha contra la cuerda.

A modo de burla, cada vez que los arqueros ingleses vencían en alguna batalla, mostraban sus dedos extendidos y abiertos ante las huestes francesas, en forma de V, en señal de victoria y escarnio, como diciendo “Vamos, quitádnoslos ahora”. Desde entonces, aunque con ligeros matices, el gesto a pasado a formar parte de nuestro lenguaje no verbal como símbolo inequívoco de triunfo.