sábado, 5 de abril de 2008

Gian Lorenzo Bernini: Scultore (Parte I)

Elegir un artista icónico del movimiento barroco en Italia resulta mucho más complejo de lo que sería elegirlo para el periodo renacentista; si alguien nos preguntara a cerca de esto último, la mayoría de nosotros responderíamos automáticamente “Miguel Ángel” sin dudarlo, y muy probablemente estaríamos en lo cierto: obras como el Moisés o la tumba de los Médici en escultura, la cúpula de San Pedro en arquitectura o la Capilla Sixtina en pintura, unidas a su peculiar filosofía platónica de la belleza, hacen que éste artista haya pasado a la posteridad como uno de los más grandes talentos de todos los tiempos.

Sin embargo, hacer lo mismo con un artista barroco es, como ya se señaló, más complejo y matizable. El Barroco es un movimiento mucho más global que sus antecesores (se incorporan, por ejemplo, Iberoamérica y Rusia), y aunque Italia sigue manteniendo su hegemonía en cuanto a pureza y originalidad estética, muchos países europeos adoptan el nuevo estilo como estilo nacional y estandarte de la contrarreforma. Los reyes de Europa se rifan a los mejores pintores, arquitectos y escultores para que construyan palacios de nueva planta que dejen boquiabiertos al resto de los monarcas del continente (véase como ejemplo la Francia de Luis XIV, que hizo del Palacio de Versalles un verdadero decálogo en piedra de la monarquía absolutista). Si nos centramos en la Roma del s. XVII, podríamos, como punto de partida, establecer un trío de artistas que destacaron sobre los demás en sus respectivas disciplinas: Borromini en arquitectura, Bernini en escultura y Caravaggio en pintura. Nuestro objetivo es analizar un aspecto concreto de la obra del genial escultor Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 1598- Roma, 1680.

Estudiando la obra de Bernini, es inevitable establecer un más que justificado paralelismo con la de Miguel Ángel. Al igual que Miguel Ángel, Bernini fue un artista que se desenvolvió con increíble soltura en todas las artes plásticas (diseñó la Plaza de San Pedro y el Baldaquino que alberga el altar mayor de la Basílica, y nos ha dejado obras pictóricas de extremada calidad, como el autorretrato que se muestra en la imagen inferior), si bien – como Miguel Ángel – tuvo preferencia personal por la escultura. También fue el artista oficial del Vaticano, y también, bajo mi punto de vista, encarnó como nadie el arquetipo del artista barroco.

Gian Lorenzo Bernini. Autorretrato.

La obra de Bernini es, literalmente, infinita. Tras su muerte dejó a Roma un legado de más de cien estatuas, entre las que encontramos obeliscos historiados, fuentes monumentales, ornamentos de puentes, tumbas papales, bustos y grupos escultóricos actualmente expuestos en museos. Diseñó decenas de iglesias, plazas y ornamentos, y hasta tuvo tiempo para componer obras teatrales (escenografía y fuegos artificiales incluidos). Abordar los trabajos completos de este prolífico artista requeriría una extensión de no menos de un centenar de páginas, lo que, por supuesto no se pretende en este caso. Lo que se hará a continuación será simplemente introducir la obra escultórica de Gian Lorenzo Bernini mediante una breve exposición en la que se analizarán las características más sobresalientes y sorprendentes de este genial artista barroco.

¿Qué características definen la escultura de Bernini? Después de admirar su obra, uno llega a la conclusión de que está elaborada a base de cuatro materias primas en perfecta armonía y equilibrio: la luz, la sensualidad, la emoción y el movimiento. Para introducirnos en la obra escultórica de Bernini, analizaremos brevemente sus hitos fundamentales. Comenzaremos con el grupo Apolo y Dafne, uno de los trabajos de su primer periodo creativo, en el que recuperó temas propios de la mitología clásica, que se hallaban en desuso desde el periodo manierista.

Apolo y Dafne (1622-1625). Roma, Galería Borghese.

La escena describe el momento de la Metamorfosis de Ovidio en el que el joven Apolo, inflamado por el amor pasional, pretende alcanzar a la ninfa Dafne, que huye angustiada, pero que por su invención se transforma en un árbol. Rodeada por la corteza y las ramas de laurel, se convierte en una parte de la naturaleza que a partir de entonces, en forma de corona de laurel, será sagrada para Apolo.

En este caso, Bernini imaginó una escena de la Metamorfosis de Ovidio, en la que el dios Apolo persigue a la ninfa Dafne por un paraje campestre. Imaginamos al escultor sintiendo el pánico de la joven al huir de su perseguidor, corriendo entre la vegetación mientras mira atrás entre jadeos de angustia y cansancio. El dios griego alcanza a la ninfa y la agarra por la cintura, dispuesto a poseerla allí mismo, bajo la impunidad de la sombra de los olivos. En ese momento Dafne decide escapar de la única manera posible, mimetizándose con la naturaleza; así, bajo la atónita mirada de Apolo, Dafne comienza a transformarse en un árbol de laurel. Este es el instante que decide inmortalizar Bernini. Para ello congela ese fotograma en su memoria y vuelca sus pensamientos sobre la piedra, inmortalizando en mármol un sentimiento procedente de un simple instante. Esta transmutación de lo pasajero en eterno es lo que hace grande a la escultura, pero fijémonos en un aspecto más técnico: el dinamismo. De por sí, una estatua es lo más alejado a un objeto en movimiento que se pueda imaginar; sin embargo, - por lo anteriormente expuesto - puede concebirse como el “fotograma” de una escena extraída de la imaginación del escultor. Dafne se petrifica sobre la vertical en un árbol de laurel (ver imagen inferior). Por su parte, Apolo corre grácilmente tras ella agarrándola suavemente de la cadera, aportando una suerte de inercia que invita al espectador a pensar que, si la escena se descongelara en el tiempo, los siguientes fotogramas se desarrollarían en torno a un eje ficticio transversal a la vertical (que hemos denominado “eje de movimiento”.) Así, Dafne se convertiría en árbol en torno a la vertical, aportando el movimiento ascendente, mientras que Apolo la rodearía desplazando el brazo derecho sobre el eje oblicuo. De esta forma, el grupo marmóreo en su conjunto, lejos de parecer estático, transmite una ilusión de movimiento, una inercia irreal, que es la que imprime dinamismo a la escultura.


Apolo y Dafne (1622-1625). Roma, Galería Borghese. Esquema del movimiento.


Detalle de la metamorfosis de Dafne.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta leer este tipo de análisis sobre las grandes obras de arte que muchas veces pasan ante nuestros ojos sin que nos preguntemos absolutamente nada sobre ellas, sin que nos demos cuenta del trabajo intelectual y el estudio previo que ha tenido que realizar el artista hasta llegar al resultado final.

emera86 dijo...

Estoy totalmente de acuerdo contigo. Cuando en un museo contemplas cualquier obra, si no conoces un poco lo que hay detrás, si no sabes interpretar lo que el artista está plasmando, te pierdes parte de la esencia. Muchas veces las anécdotas, el entorno histórico, o simplemente adentrarte un poco en la temática (en este caso la mitología), es imprescindible para captar el significado. La calidad técnica siempre puede discutirse sin conocer el fondo de la obra, pero el mensaje, lo que se quiere transmitir... eso es otra historia... ;-)