lunes, 21 de abril de 2008

Introducción a la Simbología e Interpretación de las obras de Arte.

Probablemente fue Aristóteles el primero en darse cuenta de que los procesos cognitivos de los seres humanos están basados fundamentalmente en las imágenes. Cuando el hombre asimila la realidad a través de los sentidos, se forma automáticamente una imagen o conjunto de imágenes asociadas a la percepción, que serán convenientemente transformadas por nuestro cerebro en recuerdos útiles para afrontar futuras experiencias similares a través del mecanismo más exitoso de nuestra evolución cerebral: la asociación, una habilidad tan simple como necesaria para la supervivencia.


Debido a que somos seres sociales por naturaleza, es fundamental que podamos compartir nuestras experiencias con el resto de los seres humanos, para así entretejer vínculos con los que mejorar y enriquecer nuestra existencia. Pero si las experiencias se procesan a través de las imágenes, ¿cómo compartir mediante la palabra una vivencia o un recuerdo, algo que es, por definición, una interpretación personal de la realidad mediante los sentidos? Necesitamos elementos abstractos que sean síntesis eficaz de la experiencia, y que a su vez generen un proceso asociativo universal que provoque la misma emoción sobre todo aquel que los percibe. Este elemento abstracto es el símbolo.


Mandala tibetano. Los mandalas son una representación simbólica del cosmos y del microcosmos para los budistas e hinduistas.


Los símbolos forman parte de un patrimonio cultural que reside, como si de una información genética se tratase, en el inconsciente colectivo de los seres humanos (C. G. Jung, El hombre y sus símbolos, 1964). Por esta razón, porque son un instrumento que sirve al hombre para interpretar el mundo que le rodea y para intercambiar información con el resto de sus semejantes, juegan un papel fundamental dentro de la historia del arte, entendido éste como la proyección psicológica del mundo interior del artista sobre un medio material (G. W. F. Hegel, Estética; T. Adorno, Teoría Estética, 1969), e incluso, a mi juicio, sobre el propio tiempo. Esta proyección necesita pues del símbolo como potente instrumento de expresión certera y directa, ya que, aún siendo un sencillo objeto abstracto, tiene la propiedad de desarrollarse en el alma de los hombres como un caleidoscopio de emociones intransferibles, algo por otra parte lógico, teniendo en cuenta que está hecho por y para el propio hombre. Desde los sarcófagos romanos a los iconos bizantinos, desde las portadas de las iglesias románicas hasta la pintura italiana del settecento, todas las obras de arte hacen en mayor o menor medida alusión a símbolos y mitos, y por tanto, se hace imprescindible tener una formación básica en dichos temas con vistas a una interpretación enriquecedora de las mismas.

El Número de La Bestia


En la entrada inaugural de nuestra pequeña sección de simbología trataremos de aclarar el origen y significado del número 666, el conocido como número de la bestia. La cifra aparece ya en el Antiguo Testamento (por ejemplo, en libros como el Éxodo, o el Libro de Job), pero es en el llamado Apocalipsis de San Juan donde se le asocia por primera vez con el concepto del anticristo.

Resumamos brevemente el contexto en el cual aparece la cita. En el capítulo 12 se entabla en los cielos la famosa batalla entre el Arcángel San Miguel, enviado por Dios, y el Dragón, que personifica al demonio (encontramos aquí una clara imagen simbólica de la lucha entre el Bien y el Mal). Después de una duro enfrentamiento el Arcángel Miguel vence al Dragón, que es arrojado sobre la tierra, donde aparentemente muere. En el capítulo 13 aparece Juan sobre la arena de la playa, donde asiste atónito al nacimiento de la Bestia, que emerge del mar como reencarnación del Dragón. La Bestia simboliza al nuevo anticristo. Es en este capítulo, concretamente en el versículo final (18), es donde aparece la alusión al número 666:

"¡Aquí está la sabiduría! Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia; pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666."

Antes de analizar el significado de un símbolo, es necesario situarlo en el contexto histórico y temporal en el que se enmarca. Comúnmente se piensa que el autor del Apocalipsis es Juan el Evangelista, el mismo Juan que redactó el Cuarto Evangelio y algunas cartas incluidas también en el Nuevo Testamento (Juan I, Juan II y Juan III). Lo cierto es que en el Apocalipsis el autor tan sólo desvela su nombre de pila (Juan), y dice ser “discípulo de Jesucristo”, pero en ningún momento se relaciona explícitamente con la autoría del Evangelio. Investigaciones modernas (Hahn, 2001), revelan que, si bien existe la posibilidad de que el Apocalipsis no fuera escrito de puño y letra por Juan el Evangelista, sin duda tuvo que ser redactado por alguien muy cercano a él, quizás miembros de una comunidad de seguidores de la doctrina del apóstol.

El Evangelista Juan, representado como un águila.

¿Qué clase de libro es el Apocalipsis? Como su propio nombre indica, pertenece al llamado género apocalíptico, una forma de expresión literaria surgida en la cultura hebrea durante los siglos II y I a.C, y continuada por los primeros cristianos prácticamente hasta el año 313 d.C, momento en el que el emperador Constantino el Grande promulga la libertad de culto para todos los territorios del Imperio. Éste género se caracteriza por el uso de una terminología manifiestamente simbólica y metafórica prácticamente en cada palabra de su redacción, hasta el punto de ser tan sólo comprensible para unos pocos iniciados, lo que de alguna manera vetaba su contenido a todos los ajenos al movimiento cristiano. Además es un libro profético, más concretamente escatológico (la escatología es la parte de la religión que trata sobre el fin del mundo), y por esta razón aborda temas como el Juicio Final, la Jerusalén Celestial y la venida del Anticristo, al que Juan se refiere por medio de metáforas pertenecientes al imaginario mitológico (el Dragón, La Bestia), y también mediante símbolos puramente abstractos y numéricos; éste último es el caso del número 666, que, como no podía ser de otra forma, no está elegido al azar.

Cuando el autor escribió este libro a finales del s. I (o a lo sumo a principios del s. II de la Era Cristiana), era un tiempo de persecuciones para los seguidores de Jesús, pues recordamos que la religión oficial del Imperio todavía era la pagana. La historia tiene como protagonista al emperador romano Nerón. Es bien sabido que Nerón (emperador de Roma desde el 54 d.C hasta el 68 d.C) fue el último emperador de la dinastía Julio-Claudia, calificada históricamente como la más sanguinaria y cruel de todas las que pasaron por los palacios imperiales de Roma. A ella pertenecieron Tiberio, Calígula o Claudio, recordados la mayoría de las veces por sus taras, sus excentricidades y sus abusos de poder. Por tanto, y puesto que Jesús muere bajo el gobierno de Tiberio, los primeros cristianos tuvieron que sufrir los inefables excesos de toda la saga Julio-Claudia al completo. Desde la muerte de Jesús (33 d.C aprox.), el crecimiento de sus seguidores había sido exponencial, hasta tal punto que los gobernantes les llegaron a considerar un problema serio para la estabilidad del Imperio, pues amenazaban con carcomer los propios cimientos de la identidad romana: la religión, y por ende, al emperador, considerado como un dios en la tierra. De ahí que los cristianos fueran declarados enemigos públicos de Roma y se les torturara y persiguiera como a verdaderos criminales. Se cuenta, por ejemplo, que el propio Calígula mandaba empalar en mástiles y cubrir de brea a los presos cristianos, para posteriormente prenderles fuego e iluminar así sus cenas en los jardines palatinos.

Sin embargo, en virtud de algunos testimonios de la época (por ejemplo escritos apócrifos judíos como La Asención de Isaías o los Oráculos Sibilinos), de todos los emperadores antes mencionados, fue quizás Nerón el que más odio y temor despertó entre los primeros cristianos, llegándosele a personificar en los textos anteriormente citados como el mismísimo Anticristo, debido a su desmesurada crueldad.


Busto en mármol del emperador Nerón en su juventud.

El Apocalipsis se hace eco de este sentimiento de odio hacia Nerón, pero como hemos comentado al inicio, por ser un libro simbólico, esta relación no se hace explícitamente, si no que la relación entre La Bestia (o Anticristo) y Nerón se hace por medio del número 666.

Pero, ¿de qué manera se relaciona la figura de Nerón con el número 666? La analogía en este caso es bastante simple si se mira desde el punto de vista de la cultura a la cual pertenecía el autor: la hebrea. Teniendo en cuenta que el alfabeto hebreo carece de vocales (que se sustituyen por signos diacríticos, al igual que en la escritura árabe), el nombre de Nerón (al que se le añade el título de César, que equivale básicamente al de Imperator), quedaría escrito de la siguiente forma:

Para ser más precisos, habría que permutar el orden de las palabras, pues la escritura hebraica se realiza de derecha a izquierda:

QSR NRWN

que en alfabeto hebreo se escribiría de la siguiente forma:

ק ס ר נ ר ו נ

(qor sámaj resh nun resh waw nun)

Llegados a este punto, conviene aclarar un aspecto importante. Al igual que los romanos, los judíos no tenían un sistema numérico propiamente dicho, así que asignaban a cada letra de su alpha-bet un valor numérico (a esto se le llama Gematría, uno de los tipos de Cábala). Así, por ejemplo, la primera letra (aleph) tenía asignado el valor 1 (ó 1000, dependiendo de su papel en la palabra). Por tanto, la frase קסר נרונ (Nerón César), equivale a la siguiente serie numérica:

100 60 200 50 200 6 50

Que sumada arroja el siguiente resultado:

100 + 60 + 200 + 50 + 200 + 6 + 50 =

666

Con lo cual llegamos a la conclusión de que el número 666 es el resultado de sumar la serie de números asociados a las letras hebraicas que constituyen la frase “Nerón César”.

Como puede imaginarse, ésta no es la única teoría al respecto, pero hoy en día sigue siendo la más aceptada por la mayoría de los Exégetas (especialistas en las Sagradas Escrituras). Además, recordando la frase original que aparece en el Apocalipsis:

“¡Aquí está la sabiduría! Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia; pues ES LA CIFRA DE UN HOMBRE. Su cifra es 666.”

Vemos que en efecto la teoría respeta la cita textualmente, pues el número de La Bestia corresponde en la Cábala judía al de un hombre: el emperador Nerón.

sábado, 5 de abril de 2008

Gian Lorenzo Bernini: Scultore (Parte I)

Elegir un artista icónico del movimiento barroco en Italia resulta mucho más complejo de lo que sería elegirlo para el periodo renacentista; si alguien nos preguntara a cerca de esto último, la mayoría de nosotros responderíamos automáticamente “Miguel Ángel” sin dudarlo, y muy probablemente estaríamos en lo cierto: obras como el Moisés o la tumba de los Médici en escultura, la cúpula de San Pedro en arquitectura o la Capilla Sixtina en pintura, unidas a su peculiar filosofía platónica de la belleza, hacen que éste artista haya pasado a la posteridad como uno de los más grandes talentos de todos los tiempos.

Sin embargo, hacer lo mismo con un artista barroco es, como ya se señaló, más complejo y matizable. El Barroco es un movimiento mucho más global que sus antecesores (se incorporan, por ejemplo, Iberoamérica y Rusia), y aunque Italia sigue manteniendo su hegemonía en cuanto a pureza y originalidad estética, muchos países europeos adoptan el nuevo estilo como estilo nacional y estandarte de la contrarreforma. Los reyes de Europa se rifan a los mejores pintores, arquitectos y escultores para que construyan palacios de nueva planta que dejen boquiabiertos al resto de los monarcas del continente (véase como ejemplo la Francia de Luis XIV, que hizo del Palacio de Versalles un verdadero decálogo en piedra de la monarquía absolutista). Si nos centramos en la Roma del s. XVII, podríamos, como punto de partida, establecer un trío de artistas que destacaron sobre los demás en sus respectivas disciplinas: Borromini en arquitectura, Bernini en escultura y Caravaggio en pintura. Nuestro objetivo es analizar un aspecto concreto de la obra del genial escultor Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 1598- Roma, 1680.

Estudiando la obra de Bernini, es inevitable establecer un más que justificado paralelismo con la de Miguel Ángel. Al igual que Miguel Ángel, Bernini fue un artista que se desenvolvió con increíble soltura en todas las artes plásticas (diseñó la Plaza de San Pedro y el Baldaquino que alberga el altar mayor de la Basílica, y nos ha dejado obras pictóricas de extremada calidad, como el autorretrato que se muestra en la imagen inferior), si bien – como Miguel Ángel – tuvo preferencia personal por la escultura. También fue el artista oficial del Vaticano, y también, bajo mi punto de vista, encarnó como nadie el arquetipo del artista barroco.

Gian Lorenzo Bernini. Autorretrato.

La obra de Bernini es, literalmente, infinita. Tras su muerte dejó a Roma un legado de más de cien estatuas, entre las que encontramos obeliscos historiados, fuentes monumentales, ornamentos de puentes, tumbas papales, bustos y grupos escultóricos actualmente expuestos en museos. Diseñó decenas de iglesias, plazas y ornamentos, y hasta tuvo tiempo para componer obras teatrales (escenografía y fuegos artificiales incluidos). Abordar los trabajos completos de este prolífico artista requeriría una extensión de no menos de un centenar de páginas, lo que, por supuesto no se pretende en este caso. Lo que se hará a continuación será simplemente introducir la obra escultórica de Gian Lorenzo Bernini mediante una breve exposición en la que se analizarán las características más sobresalientes y sorprendentes de este genial artista barroco.

¿Qué características definen la escultura de Bernini? Después de admirar su obra, uno llega a la conclusión de que está elaborada a base de cuatro materias primas en perfecta armonía y equilibrio: la luz, la sensualidad, la emoción y el movimiento. Para introducirnos en la obra escultórica de Bernini, analizaremos brevemente sus hitos fundamentales. Comenzaremos con el grupo Apolo y Dafne, uno de los trabajos de su primer periodo creativo, en el que recuperó temas propios de la mitología clásica, que se hallaban en desuso desde el periodo manierista.

Apolo y Dafne (1622-1625). Roma, Galería Borghese.

La escena describe el momento de la Metamorfosis de Ovidio en el que el joven Apolo, inflamado por el amor pasional, pretende alcanzar a la ninfa Dafne, que huye angustiada, pero que por su invención se transforma en un árbol. Rodeada por la corteza y las ramas de laurel, se convierte en una parte de la naturaleza que a partir de entonces, en forma de corona de laurel, será sagrada para Apolo.

En este caso, Bernini imaginó una escena de la Metamorfosis de Ovidio, en la que el dios Apolo persigue a la ninfa Dafne por un paraje campestre. Imaginamos al escultor sintiendo el pánico de la joven al huir de su perseguidor, corriendo entre la vegetación mientras mira atrás entre jadeos de angustia y cansancio. El dios griego alcanza a la ninfa y la agarra por la cintura, dispuesto a poseerla allí mismo, bajo la impunidad de la sombra de los olivos. En ese momento Dafne decide escapar de la única manera posible, mimetizándose con la naturaleza; así, bajo la atónita mirada de Apolo, Dafne comienza a transformarse en un árbol de laurel. Este es el instante que decide inmortalizar Bernini. Para ello congela ese fotograma en su memoria y vuelca sus pensamientos sobre la piedra, inmortalizando en mármol un sentimiento procedente de un simple instante. Esta transmutación de lo pasajero en eterno es lo que hace grande a la escultura, pero fijémonos en un aspecto más técnico: el dinamismo. De por sí, una estatua es lo más alejado a un objeto en movimiento que se pueda imaginar; sin embargo, - por lo anteriormente expuesto - puede concebirse como el “fotograma” de una escena extraída de la imaginación del escultor. Dafne se petrifica sobre la vertical en un árbol de laurel (ver imagen inferior). Por su parte, Apolo corre grácilmente tras ella agarrándola suavemente de la cadera, aportando una suerte de inercia que invita al espectador a pensar que, si la escena se descongelara en el tiempo, los siguientes fotogramas se desarrollarían en torno a un eje ficticio transversal a la vertical (que hemos denominado “eje de movimiento”.) Así, Dafne se convertiría en árbol en torno a la vertical, aportando el movimiento ascendente, mientras que Apolo la rodearía desplazando el brazo derecho sobre el eje oblicuo. De esta forma, el grupo marmóreo en su conjunto, lejos de parecer estático, transmite una ilusión de movimiento, una inercia irreal, que es la que imprime dinamismo a la escultura.


Apolo y Dafne (1622-1625). Roma, Galería Borghese. Esquema del movimiento.


Detalle de la metamorfosis de Dafne.