Una de las características psicológicas que justifican la existencia de las diferentes religiones profesadas a lo largo de la Historia es la necesidad del ser humano por trascender la mera dimensión física de su existencia. Si atendemos a las principales religiones paganas del ámbito mediterráneo (egipcia, griega y romana), encontramos que su fundamento radica en la creación de un panteón de dioses en escrupuloso orden jerárquico, los cuales moran en un universo inalcanzable por el cuerpo material, aunque sí por esa cualidad incognoscible a la que denominamos alma. El proceso por el cual el alma trasciende y perdura al cuerpo tras la muerte en un nivel superior de conciencia es conocido como salvación, una idea inherente a la filosofía última de toda religión, y que de algún modo plasma la negativa del hombre a resignarse a que su paso por la tierra sea en realidad un insignificante paréntesis en la historia universal del tiempo; el concepto de salvación da respuesta al interrogante existencial por excelencia: si se nos concedió la vida, ¿por qué entonces se nos aflige con la muerte? La religión mitiga la angustia existencial de los hombres, pues en ella pueden encontrarse las respuestas a las preguntas ante las que la razón guarda silencio.
Podemos entender la religión como un conjunto de creencias aceptadas por un grupo más o menos numeroso de individuos. Sin embargo, su fundación exige necesariamente un punto de partida que inicie su desarrollo, una historia o conjunto de historias fundamentales que justifiquen su existencia y su superioridad frente al nihilismo y al resto de las religiones (es decir, que sea capaz de imprimir una suerte de orgullo a los que la procesan), en definitiva, que justifique por sí misma su pasado, su presente y su futuro. Las leyendas o historias que inician la andadura de una religión son comúnmente denominadas mitos fundacionales.
La expresión “mito fundacional” es bien entendida cuando nos referimos a religiones paganas, tales como la romana, la egipcia, o la nórdica, pero, ¿cómo entender el mito fundacional en el contexto del cristianismo? Ciertamente, el caso del cristianismo es especial, pues se basa en la figura de un personaje histórico [1], y no en sucesos acontecidos en un pasado remoto cuya corroboración es materialmente imposible. ¿Cómo crear una religión cuyo núcleo es un hombre coetáneo a su propio movimiento?
La opinión predominante en la actualidad acerca de Jesús de Nazaret es que, si bien fue un personaje histórico, su biografía y mensaje fueron alterados de forma significativa por los redactores de las fuentes neotestamentarias, motivados por intereses religiosos. Lo cierto es que el impacto que tuvo Jesús en la sociedad de su tiempo no fue tan amplio como se nos hace creer (prueba de ello es la ausencia de fuentes arqueológicas alusivas a su persona). El cristianismo fue un movimiento que surgió años después de la propia muerte de Jesús gracias a la labor predicadora de sus seguidores. A finales del s. I d. C., las comunidades cristianas eran ya numerosas, y el movimiento habría de desembocar irremediablemente en la fundación de una nueva religión diferenciada del judaísmo. Para ello, era necesario que la figura de Jesús estuviese a la altura de las divinidades paganas de la tradición mediterránea. Se necesitaba a un héroe con rasgos sobrehumanos, esto es, crear un Dios-hombre a partir del Jesús histórico; en definitiva, la metamorfosis de Jesús en Jesucristo. Para la consecución de éste propósito fue necesaria la creación de un mito fundacional.
Por lo tanto, si se pretendía fundar una nueva religión de masas, era necesario maquillar la figura del Jesús histórico para poder presentarlo a los futuros seguidores como un auténtico Dios-hombre, cuyo prestigio y divinidad estuviera a la altura de los de las demás religiones mayoritarias en el ámbito mediterráneo. De hecho, en los denominados evangelios apócrifos, se da una imagen de un Jesús mucho más carnal, más humano, desprovisto de connotaciones milagrosas y que igualmente predica una filosofía de vida basada en el amor a los demás. No obstante, es fundamental que en este punto entendamos que, debido a la cosmogonía particular de los hombres de la época, la figura de un Dios-hombre era mucho más atractiva que la de un mero hombre sin más, aún cuando los dos predicaran filosofías idénticas. A este respecto, el siguiente texto del psiquiatra Carl Gustav Jung, extraído de la obra El Hombre y sus Símbolos (1964), puede resultar esclarecedor:
“El mito heroico universal, por ejemplo, siempre se refiere a un hombre poderoso o dios-hombre que vence al mal, encarnado en dragones, monstruos, demonios y demás, y que libera a su pueblo de la destrucción y la muerte. La narración o repetición ritual de textos sagrados y ceremonias, y la adoración a tal personaje con danzas, música, himnos y oraciones y sacrificios, sobrecoge a los asistentes con númicas emociones (como si fuera con encantamientos mágicos) y exalta al individuo hacia la identificación con el héroe.”
“Si intentamos ver tal situación con los ojos del creyente, quizás podamos comprender cómo el hombre corriente puede liberarse de su incapacidad y desgracia personales y dotarse (al menos temporalmente) con una cualidad casi sobrehumana. Con mucha frecuencia, tal convicción le sostendrá por largo tiempo e imprimirá cierto estilo a su vida. Incluso puede establecer la tónica de toda una sociedad. [...] En medida mucho mayor, la propia era cristiana debe su nombre y significancia al antiguo misterio del dios-hombre que tiene sus raíces en el arquetípico mito Osiris-Horus del Egipto Antiguo.”
“Si intentamos ver tal situación con los ojos del creyente, quizás podamos comprender cómo el hombre corriente puede liberarse de su incapacidad y desgracia personales y dotarse (al menos temporalmente) con una cualidad casi sobrehumana. Con mucha frecuencia, tal convicción le sostendrá por largo tiempo e imprimirá cierto estilo a su vida. Incluso puede establecer la tónica de toda una sociedad. [...] En medida mucho mayor, la propia era cristiana debe su nombre y significancia al antiguo misterio del dios-hombre que tiene sus raíces en el arquetípico mito Osiris-Horus del Egipto Antiguo.”
En resumen: inconscientemente, el creyente realiza el acto de fe a condición de que aquel al que la entrega esté en un nivel superior a sí mismo, esto es, que tenga cierto poder sobrehumano mediante el cual garantice su salvación y su protección frente al mal y la desgracia, siempre y cuando el creyente acate y sea fiel a los preceptos establecidos por su religión. De ahí surge la verdadera necesidad de que Jesús de Nazaret se convierta en Jesucristo, un verdadero Dios-Hombre capaz de morir por la salvación de la raza humana.
Una vez aclarada la necesidad de que sea un Dios-hombre y no un hombre el eje del movimiento cristiano, el siguiente paso consiste en crear alrededor de él una mitología fundacional que justifique esta divinidad. Así, los Evangelios Canónicos constituyen el mito fundacional para la religión cristiana. El objeto de éste artículo es dar a conocer las investigaciones científicas que a partir de los años 70 han demostrado que los Evangelios Canónicos, como mitos fundacionales, se basan a su vez en los mitos fundacionales de la religión egipcia, cuya tradición antecede en milenios al cristianismo.
Debido a la influencia mutua entre las diferentes culturas del ámbito mediterráneo, la figura que de Jesús muestran los Evangelios Canónicos tiene muchos rasgos comunes con deidades que en principio podrían parecernos diametralmente opuestas, como los dioses egipcios Osiris y Horus (imagen inferior).
Los “añadidos” que eclipsan la vida del Jesús histórico, esto es, los hechos milagrosos que le atribuyen los Evangelios Canónicos (que configuran el mito fundacional del cristianismo y que en última instancia son los que justifican su elevación a la categoría de Dios-Hombre) son, en la mayoría de los casos, hechos extraídos de leyendas y mitos ya instaurados en el Egipto de los faraones milenios antes del nacimiento de Jesús. No olvidemos que la frontera de Egipto se situaba a pocos kilómetros de la Palestina de Jesús. Egipto fue, con mucho, la cultura que más profundamente influyó en el reino de Israel desde el mismo momento de su génesis (el propio Moisés fue educado en la corte egipcia, y los primeros judíos migraron desde las riveras del Nilo para colonizar la Tierra Prometida). Incluso el Templo de Salomón poseía una arquitectura inspirada en los templos egipcios de las primeras dinastías. Por tanto, no es de extrañar que los cristianos primitivos hicieran suyos elementos míticos de la milenaria y prestigiosa cultura egipcia con el objetivo de cristianizar definitivamente sus mitos paganos. Aquellas leyendas que se habían mostrado tan eficaces para atraer adeptos al panteón egipcio, habría de hacer lo propio con los nuevos seguidores de Cristo. Así, veremos (entre otros muchos ejemplos), como Jesucristo no fue el primero en devolver a la vida a un “Lázaro”, ni en resucitar al tercer día para ascender a los cielos.
Toda la información que aquí se ofrece procede de investigaciones basadas en el método de literatura comparada, esto es, un sistema sencillo e irrebatible basado en la comparación de los textos tradicionales egipcios con los bien conocidos cuatro Evangelios Canónicos (Juan, Lucas, Marcos y Mateo), teniendo siempre presente que los textos egipcios a los que haremos aquí referencia en su mayoría anteceden en milenios a los textos cristianos.
Representación egipcia del Dios-Hombre Horus (arriba) y de su padre, el Dios Osiris (abajo). En la serie de artículos “Analogías entre las Mitologías Egipcia y Cristiana”, descubriremos como la vida del Jesús descrito en los Evangelios Canónicos es, en muchas ocasiones, paralela a la de estos dioses paganos, e incluso a la de alguno de los faraones más carismáticos de la historia de Egipto.
La bibliografía comprende libros “clásicos” egipcios, tales como “El Libro de los Muertos” o los “Textos de las Pirámides”; el ensayo “Sobre Isis y Osiris” del historiador griego Plutarco (que constituye uno de los principales textos sobre el culto a estos dioses fuera del ámbito egipcio); y, por último, estudios modernos sobre mitología y mitología comparada. De éstos, la fuente fundamental la constituye el extraordinario trabajo desarrollado por Claude Briggite Carcenac, cuyo punto de partida fue su excelente tesis de doctorado “La filiación Divina en Egipto y en el Nuevo Testamento”, presentada y aprobada por un tribunal multidisciplinar de la Sorbona de París en el año 1981.
Antes de entrar en materia, quiero resaltar que el propósito de estos artículos no es la carga contra el creyente ni contra la religión cristiana. Al contrario, a mi parecer ningún cristiano debería perturbarse a raíz del conocimiento de los hechos que aquí se exponen, pues el verdadero cristianismo es una experiencia vivencial de los valores predicados por Jesucristo. Aquí se insta simplemente a una revisión, a un ejercicio de hermenéutica sobre los textos evangélicos cuya interpretación (que ha permanecido inalterada por la Iglesia durante siglos) ha quedado a mi parecer obsoleta para el contexto humanístico del siglo veintiuno.
[1] Aunque la existencia histórica de Jesús es aceptada por la práctica totalidad de la comunidad investigadora, algunos estudiosos como Raymond E. Brown (La Muerte del Mesías) o G. Theissen y A. Metz (El Jesús histórico), defienden la tesis contraria en base a la práctica inexistencia de menciones referentes a Jesús en la literatura no cristiana.