En esta entrada, y sin que sirva de precedente, no analizaré una obra, sino mi experiencia personal con una obra. Ya habrá tiempo de hablar en detalle de la producción del pintor holandés Rembrandt Van Rijn, al cual el Museo del Prado rinde homenaje en una exposición que se mantendrá abierta al público hasta principios de Enero del 2009. Esta vez prefiero compartir mis impresiones acerca de una obra concreta, “El Molino”, como una forma de análisis alternativa de la pintura, más personal y menos técnica, pero espero que igualmente válida.
La primera vez que tuve ocasión de verlo me quedé pensando en silencio durante un buen rato. Advertí la maestría usual de Rembrandt a la hora de jugar con la luz y los perfiles tenebrosos. Pensé que el sol, el principal protagonista del cuadro, estaba ausente, y eso me pareció genial; de nuevo el silencio como metáfora de la ausencia, la luz y la sombra, los colores terrosos difuminando un estado de ánimo sobre el lienzo, un sentimiento de melancolía…
Sin embargo, la segunda vez que éste cuadro se cruzó en mi camino, ocurrió algo extraño: lejos de reafirmarme en mi primera impresión, el recuerdo se esfumó de repente, y tuve la oportunidad de verlo con nuevos ojos. Supongo que con esa intención pintan los cuadros los grandes maestros, utilizando una fórmula mágica que hace que revelen progresivamente sus secretos. Quizás ese sea el misterio de las obras de arte, su capacidad para ser infinitas, para conectar con el alma de quien las contempla y proporcionarle lo que en cada momento necesita.
Aquella vez, lo que más me impresionó fue la actitud desafiante del molino ante el paso inexorable del tiempo. Le vemos al borde del cortado del río, a punto de ser engullido por la oscuridad de la noche, y a pesar de ello su arquitectura permanece impasible, poderosa, desafiando al horizonte mientras el crepúsculo tiñe de dorado los tejidos de sus aspas. El molino permanece enraizado en la tierra, pero a la vez transmite una suerte de decisión inquebrantable que hace que parezca a punto de partir a bordo de la misma proa de roca sobre la que se asienta, hacia el ocaso, hacia el día que agoniza. Para mí, el molino es un lobo de mar, un hombre viejo, reflexivo y sereno, que contempla las actividades cotidianas de los hombres mientras se reinventa a sí mismo sobre el reflejo plateado del río; para mí, El Molino de Rembrandt es todo menos un molino.